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'Volveréis' y la esencia de lo cotidiano

Actualizado: 17 oct 2024

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Es inevitable ese sentimiento de nostalgia que uno siente al volver del verano. Es verdad, que al poner los pies de nuevo sobre lo conocido, a uno le invade de primeras un sentimiento de comodidad. Por fin en casa. Son sin embargo las horas y los recuerdos los que sumen a uno en un desasosiego intranquilo. Algunos tardan más que otros en darse cuenta. Hay otros que incluso se autoengañan diciendo aquella famosa frase de “septiembre es el mes de la esperanza”. Y quién quiere esperanza pudiendo vivir en verano. Es ahí, después de unos días, incluso de un par de semanas, cuando ves que la esperanza ha sido devorada por la rutina y el hastío. Y es ahí. Sí, justo ahí, cuando te das cuenta de que este jodido mes huele, sabe y se ve igual que todos los años anteriores. Aunque he de reconocer que también tiene un punto romántico el regodearse en la nostalgia.


Así, con este estado de bilis negra y apatía fui a ver Volveréis, la nueva película de Jonás Trueba. Era un miércoles de nubes negras. Tenía ganas de ver la película. Bueno, en realidad no lo sé, el caso es que fui. Supongo que quería escapar de la dichosa rutina. Quedé una hora antes con mi chica, a la que expresé mi odio eterno a la cotidianidad (otra vez). El cambio de estación me está sentando fatal, le dije. El cine seguía en el mismo sitio, pero el chico que pasaba los tickets no era el mismo. Estaba casi lleno. La película estuvo bien, aunque se hizo un poco larga. Era la primera película de Jonás Trueba que veía y no me disgustó. De hecho, incluso disfruté de su pretenciosidad y su afán de mostrarnos lo culto que es constantemente. El argumento de la película es original: una pareja se va a separar y van a celebrar una fiesta para conmemorar la separación. Disfruté el ambiente de ese Madrid de ferragosto, malaseñero y cultureta. También que hablasen de Kierkegaard. También notar cómo la vida se va precipitando a cada paso, a cada aliento, a cada septiembre.


Si hay una cosa que Trueba refleja bien en esta película es la perspectiva de los olvidados. Se me entienda: seguro que todo el mundo conoce a ese amigo o amiga que tiene una relación idílica en la que, tras tantos años, esas dos personas se han consagrado en una sola. No por empalagosidad ni apego ansioso, sino por la perdurabilidad de su amor. Amigos a los que ya no recuerdas sin su pareja. Cosa que no es necesariamente mala. Pero ¿y cuando estas parejas que ya se han establecido en el parnaso de las relaciones, a las que miras con una mezcla de admiración y envidia, lo dejan? Pues que, como toda historia bonita de amor que al final no deja de ser una guerra, deja huérfanos. A estos les llamo yo los olvidados: a esos colegas a los que uno les cuenta que ya no seguís más, que ha sido de mutuo acuerdo, que en realidad estás bien, que no tienen de que preocuparse, y que parece que les duele más a ellos que a ti que ese amor que se había convertido en algo casi mitológico, se termine. “Ahora tendremos que volverte a conocer” supongo pensarán. “Ahora tendremos que volverte a aceptar”.


Pocas cosas hay más tristes que la destrucción del amor. Como la caída de un próspero imperio. Como las habitaciones separadas. Aquí no hay muertos, ni sangre, ni vísceras, pero hay almas rotas. Hay recuerdos, frases, bromas, historias que solo podían existir en ese mundo que se había concebido a través del amor de ambos. Y todo eso se desvanece, y los libros de la estantería se van en cajas distintas, y ahora hay marcos sin fotos en el salón, y marcas en la pared de aquel poster que comprasteis, y la cafetera que ya no sabe por qué solo hace café para uno y la cama que se anda preguntando por qué sobra hueco a tu izquierda. La vida se llena de huecos, grietas que ningún sellador es capaz de cerrar porque trascienden lo mundano. Decía Massimo Recalcati que Cuando termina un amor, nunca termina, por tanto, sólo un amor, sino que termina también y sobre todo el mundo que los Dos han generado. En la muerte de un amor muere el mundo al completo de los Dos, de sus cosas, de sus rituales, de su memoria, de sus viajes, de sus restaurantes, de sus libros, de sus hogares, de la unión de sus cuerpos, de su propia vida, porque la existencia del amor era lo que daba sentido a ese mundo que ahora ya no existe.


La poeta Idea Vilariño, al acabar su relación con Juan Carlos Onetti, le dedicó un poema titulado “Ya no” que habla de ese mundo que se va por el retrete, de lo que pudo ser y no fue, en definitiva, de lo que ya no será, que se merece recordar:

Ya no será

ya no

no viviremos juntos

no criaré a tu hijo

no coseré tu ropa

no te tendré de noche

no te besaré al irme

nunca sabrás quién fui

por qué me amaron otros.

No llegaré a saber

por qué ni cómo nunca

ni si era de verdad

lo que dijiste que era

ni quién fuiste

ni qué fui para ti

ni cómo hubiera sido

vivir juntos

querernos

esperarnos

estar.

Ya no soy más que yo

para siempre y tú

ya

no serás para mí

más que tú. Ya no estás

en un día futuro

no sabré dónde vives

con quién

ni si te acuerdas.

No me abrazarás nunca

como esa noche

nunca.

No volveré a tocarte.

No te veré morir.


Ya había caído la noche cuando salimos del cine. Del mismo cine de siempre. Nos quedamos en un banco fumando un cigarro y hablando de la película mientras unas finas gotas de rocío se nos posaban sobre el pelo. ¿Lluvia ahora? El verano se acababa y el mundo se encargaba de recordártelo con más fuerza cada día.


Fuimos andando hasta el metro de Sainz de Baranda, juntos como siempre. Ahí se separaban nuestros caminos. Fue cuando me quedé solo con mis pensamientos cuando tuve una sensación de calidez parecida a la de llegar a casa después de un largo viaje. Había sido un día normal. Otro más. Pero me sentía lleno. Me bajé en Conde Casal, como siempre. Cogí el mismo bus de siempre, saludé amablemente al conductor de siempre y dio la casualidad de que el sitio donde siempre me sentaba estaba vacío. Me vino a la cabeza otra vez la película, me pregunté qué era aquello que me había reconfortado tanto. Jonás Trueba se aleja de lo extraordinario y abraza la rutina, la repetición, los amables días en los que la vida se escurre. Pensé en Jonas Mekas con su 16mm recorriendo Nueva York en esos días grises en los que no pasaba nada, en Monet y su amada catedral de Rouen que pintó treinta veces. Eso me llevó a los cuadros de Pepe Baena, reflejo de lo que se esconde detrás de una sombrilla de playa, de una lata de cerveza abierta. Ninguno de estos pensamientos encerraba nada extraordinario, pensé. En la esencia de lo cotidiano se encierra la vida, sentí. Recordé el ‘tarot de Bergman’, eché a reír.

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Decía Gil de Biedma en uno de sus poemas más conocidos:

Dejar huella quería

Y marcharme entre aplausos

―envejecer, morir, eran tan solo

Las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo

y la verdad desagradable asoma:

envejecer, morir,

es el único argumento de la obra.


Lo que siguió a ese día hasta que me acosté fueron una serie acciones que realicé de manera casi mecánica y en el mismo orden: dejé la mochila en el hueco de siempre, las llaves junto a la lamparita blanca de mi escritorio y las zapatillas a los pies del zapatero. Me puse el pijama y dejé la ropa colgada de la silla. “Ya mañana la cuelgo en el armario”. No pensaba en nada, mi cuerpo se movía en piloto automático. Estaba lleno, cansado y lleno. Cerré los ojos y escuché. Sí. El corazón volvía a latir, como siempre.

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