top of page

Crónica de viaje: 15 kilos de maleta

Estoy convencido de que la razón principal de la gente para quedarse en casa, en su

ciudad, y no aventurarse a conocer mundo, no es la pereza o el miedo, sino los aeropuertos.

No creo que nadie se atreva a reconocerlo porque en realidad, como se dice, no es para tanto. A mí me gustan los aeropuertos y creo que sí lo es.

ree

Llegamos a la estación de Sants a las siete de la mañana después de ocho horas en bus

que se redujeron a dos cabezadas y un triste y frío cigarro exprés de madrugada en Zaragoza. El vuelo salía desde El Prat a las once y cinco así que teníamos tiempo para al menos desayunar. Vagamos por el centro de Barcelona como extranjeros en nuestro propio país. Seguíamos como atontados y dimos un par de vueltas de más hasta encontrar la primera cafetería en la que desayuné un cortado y medio croissant de chocolate del día anterior. Uno no tiene por qué mirar el color del cielo o buscar en el reloj para darse cuenta de que está presenciando el nacimiento de una ciudad. Como un cíclope, a movimientos lentos e imprecisos, como chocando con todo y generando un seísmo al ponerse de pie y abrir su único ojo, enorme y con legañas del tamaño de automóviles de siete plazas. Si alguna vez presencian el nacimiento de una gran ciudad, mirad atentos con ambas orejas: son los pájaros los delatores.


Ya con algo en la tripa podíamos continuar. Eran las nueve. Aún teníamos tiempo y a

la que nos decidimos entre si coger un taxi o un bus nos fumamos un par de cigarros. El reloj transmitía la calma que ahogaban los agudos cláxones y el rugido viejo del motor de los coches que, por supuesto, ya habían amedrentado a los pobres pájaros. Habían vuelto a

silenciar su canto. Eso a la gente le da igual, supongo que nadie piensa en los pájaros y que

esos cabrones de los coches no dejan que desempeñen la única función por la que la

naturaleza les concedió la divina gracia de vivir cantando. Pensé en ellos durante unos pocos

segundos más. Arrojé con rabia el cigarro al suelo y me monté en uno de esos trastos ruidosos (culpables de que hoy no existan los conciertos de pájaros) para ir al aeropuerto.


El aeropuerto es como ir de excursión a la montaña. Es divertido, hay muchos carteles

que no sirven para nada y existe en su ambiente una tendencia esencialmente humana a

perderse. Llegamos a El Prat sobre las nueve y media o diez menos cuarto. Algo más de una

hora para facturar una maleta, pasar el control de seguridad y encontrar la puerta de

embarque. Algo más de una hora separaba la tragedia, el caos y las resignaciones de la calma, el alivio y los ‘menos mal que ha salido todo bien’. Estas nuevas ciudades artificiales

(construidas al manierismo de un hospital clínico) que sirven como sitio de paso durante unas horas, son hostiles. Están hechas para que no te quedes, para que el tiempo se haga eterno y que la incomodidad se apodere de ti. Nadie quiere estar ahí, esa ciudad tampoco quiere que tú estés, solo que consumas y respires sus infinitos pasillos laberínticos que dan a coches con alas.


Llegamos al mostrador de nuestra compañía de vuelo para facturar las maletas. Ustedes no tienen ninguna maleta para facturar. Imposible. La hostilidad de la encargada de taquilla se hacía más latente a cada mueca, gesto y palabra que salía de sus fauces. ¿Tienes el DNI? Como dijo Cuerda: Lo ha preguntado de manera autoritaria, como si al ganar la plaza de conserje (operadora de compañía aérea) en disputado concurso-oposición hubiera adquirido derechos colaterales significativos en el trato con los demás individuos de la especie. La maleta pesa 15 kilos. Tras veinte minutos de ceños fruncidos y sonrisas esbozadas de manera antipática tuvimos que pagar el suplemento de facturación (cuyo precio voy a ahorrarme porque soy de los que cree que se vive más feliz en la ignorancia). Teníamos ahora algo menos de cuarenta y cinco minutos para pasar el control, encontrar nuestra puerta de embarque antes de que cerrase (¿alguien sabe que pasa si cierra?) y subirnos al dichoso avión.


¡No se detengan! ¡Dejen paso! ¡Vamos, muévanse! ¡Señora, me da igual que vaya en

silla de ruedas, aligere! Es difícil imaginarse el poder ser tratado con tanta rabia y dureza sin

haber cometido ningún crimen. Éramos prisioneros camino al patíbulo. ¡Quítense las

zapatillas! ¡Nada de objetos electrónicos consigo! Depositamos todas nuestras posesiones

más valiosas en una caja gris plomo que seguía una cinta y pasaba por un detector de algo

que no sé muy bien qué es con la fe de que vayan a salir por el otro lado igual que entraron.

Es tan fácil obligarnos a desprendernos de todos nuestros objetos materiales. Te sientes

humillado ante la incapacidad de rechistar. Tu vuelo depende de ello y no estás para perder

más tiempo discutiendo con proyectos de policías frustrados y reyes de la nada. Al pasar por

el detector de no sé muy bien qué vas pensando que vas a pitar. ¿Habré dejado en casa mi

machete? ¿Alguien me habrá metido una placa de droga en la mochila? Esas preguntas pasan por tu cabeza. La puerta pita y entonces revelas tu crimen. Perdón, se me olvidó quitarme el cinturón.

 
 
 

Comentarios


Síguenos en nuestras redes sociales 

  • Instagram
  • X

revistaecos.org

©2023 por Revista Ecos. 

bottom of page